Vivo en Roma… Un barrio lejos del Coliseo, 20 minutos de metro, pero a tres minutos del Eur. musoliniano de
cemento que no me asusta, al contrario, me agrada porque me siento protegido por su solidez.
A veces salgo a caminar por mi barrio verde. Recorría antes ( y otra vez hoy) un paseo elaborado por el hombre en
medio de árboles bellos, de varios colores, implantados en esta geografía serena de césped lateral y, por momentos, de
profundidades que saben dar una perspectiva pictórica que me gusta.
Hoy, por primera vez en un año, volví a recorrer esa geografía.
Apenas salgo a la calle encuentro la embocadura a este paseo, sendero con mosaicos pequeños que me recuerdan
lejanamente la Piazza del Campidoglio, diseñada por Michelangelo. Tengo delante toda la profundidad y siento un
estrangulamiento en la base del estómago y un rasguño en lo que denominamos alma. Camino. Observo cómo el sol,
sin nubes, mancha el verde lateral y se entromete en la copa de los árboles. Bello. Más adelante, descubro un sendero
precario hecho por la comodidad del hombre y me meto en su tierra despareja, muy diferente a la otra
michelangolesca. Y camino, camino, asombrándome cómo en cuatro minutos me he metido en otra realidad.
Parece la campiña del interior, interior. Mucho verde, ningún árbol, irregularidades, un enorme casal abandonado en
el fondo, pájaros... Montones de pájaros que cantan.
Y pienso por qué me encuentro aquí.
Cuando me parece ya suficiente, giro y vuelvo mis pasos hacia la civilización de mi barrio abandonado poco antes y
siento un viento fresco, que hace ruido en mis oídos y se ecualiza con el canto de esos tantos pájaros... Entonces me
dejo acariciar por el sol de ese otoño demorado y cruzo a un gordito que corre queriendo eliminar sus grasas (¿qué
necesidad tendrá?) y camino adelante... Agradeciéndome el sentirme vivo. |